Señora y Madre mía:
Cobran esta noche para mí entrañable significado los
versos de tu himno:
Subo la cuesta
para rezar,
San Cayetano
se hace flor y
altar.
Cuando llegamos
al camarín,
tu presencia ha
hecho
su mejor
jardín.
Pues para rezarte en alabanza enamorada subimos esta
noche al pie de tu camarín flamante de tallas y dorados, rica ofrenda entre las
incontables que en los últimos años fueron preparando, amorosa y generosamente,
tu Coronación Canónica. Y en tu altar te reencontramos, flor entre flores,
virginal crisantemo del noviembre de Córdoba en que junto a ti venimos
recordando con nostálgico afecto a los que ya marcharon a gozar para siempre de
cómo les muestras, en plenitud gloriosa, al fruto de tu vientre.
Sabe este pobre exaltador tuyo, Virgen bendita, que a
pesar de la fraterna benevolencia, digna de toda gratitud, que hoy lo pone a tus
plantas, nada puede añadir a la magna exaltación que Córdoba te dedicaba este
año, aquella semana inolvidable de mayo en cuyo sábado fuiste coronada, unidos
como nunca en filial armonía ante ti todos cuantos te amamos: Curia Provincial
del Santo Ángel Custodio de los Carmelitas Descalzos de Andalucía, Comunidad
Carmelitana de San José de Córdoba, Comisión para la Coronación Canónica ,
Archicofradía de Nuestra Señora del Carmen Coronada y del Milagroso Niño Jesús
de Praga, Carmelo Seglar, Comunidad Educativa del Colegio Virgen del Carmen,
autoridades religiosas, civiles y militares, cofrades y devotos. A todos ellos,
con tu venia soberana, Reina del Carmelo, mi más cordial saludo de paz en el
Señor Jesús.
Por recientes, están aún tan vivas en nuestra memoria,
mis queridos hermanos, las históricas celebraciones que culminaban en la
madrugada del domingo con el apoteósico regreso a casa de la Madre Descalza
Coronada, que al hilo de su recuerdo han de ir mi oración entusiasta y mis
torpes reflexiones ante la realidad gozosa de una ciudad, Córdoba, y una orden
religiosa, la del Carmelo, aunadas en fervores marianos para poner en manos de la Iglesia la áurea presea
que proclama el reinado de María Santísima. Y todo fue tan cordobés y tan
carmelitano, que ni el calor casi de julio quiso faltar a cita tan gloriosa,
que por fin se iniciaba cuando atardecía un nuevo aniversario del juramento del
Arcángel, y de San Cayetano salía para ser coronada la Madre del Señor, él y ella
ataviados entrañablemente con el hábito de su orden.
Había llegado a Córdoba por vez primera la Bienaventurada Virgen
María del Monte Carmelo en el corazón de aquellos sus hermanos que
constituyeron la primera comunidad carmelitana cordobesa en el lugar, junto al
camino de Madrid, que durante siglos fue conocido como Carmen Viejo, tras el
traslado definitivo a Puerta Nueva. Era el año del Señor de 1542, año de gracia
en que venía al mundo, en el corazón de Castilla, san Juan de la Cruz , y muy cerca, en la Encarnación de Ávila,
el buen Jesús cortejaba, paciente y amoroso, a su Teresa, que entre trabajos,
sequedades y mercedes sin cuento del Amado caminaba a su destino de reformar la
orden de Nuestra Señora.
Por Córdoba pasó la Santa Madre , obediente
al mandato de fundar en Sevilla. Quedó constancia de la ida en su Libro de las fundaciones, aquella inolvidable Pascua de Pentecostés
de 1575. Solo once años después, su Senequita, fray Juan, fundaba en la ermita de San
Roque el primer convento cordobés de la descalcez carmelitana, luego trasladado,
bajo el patrocinio de san José, hará ya cuatro siglos, al bendito lugar que hoy
nos acoge. Y aquí, la primera noticia documental, en 1670, de “una imagen de
Nuestra Señora que se venera en las procesiones, con dos vestidos y demás
adornos”. Probablemente sea la misma imagen mariana que nos preside, tan
hermosa, tan tierna, “muy niña”, como le pareció la Virgen a santa Teresa en la
célebre visión del collar.
Pocas veces te he visto tan bella,
Madre del Carmen, como aquel lunes bajando la cuesta hacia la Parroquia , donde tus
sienes virginales serían ceñidas por tiara exquisita, preludio de la joya
riquísima de oro, pedrería y amores desbordados con la que ibas a ser
canónicamente coronada. Ahora, las blancas flores de talco de antiguos ritos de
consagración carmelitana os coronaban, tú, consagrada a Cristo, él, al Padre.
Condecorada como Patrona de la
Marina , lo eras también como Reina y Madre en el rezo de los
tuyos, alzado en rosario vespertino, al que vuelvo a unirme en oración esta
noche:
Almirantazgo de
amor
ejerces, ternura
en mano,
Niña de San
Cayetano
que en galeón de
fervor
surcas la calle
Mayor
como un río de
armonías
que brisa de
avemarías
riza, devota, a tu
paso.
Por las sombras
del ocaso
destellan las
letanías.
Durante tres días, Santa Marina sería el corazón
carmelitano de Córdoba, allí la
Virgen del Carmen y el carisma de los suyos, religiosos y
seglares, siempre llamados en lo posible a su vocación primigenia al solitario
silencio, a la dulce intimidad con lo divino de aquellos primeros eremitas del
Carmelo, herederos del espíritu de Elías, y como él también llamados a la
amargura de la denuncia profética por fidelidad al verdadero Dios frente a los
sugerentes, incontables rostros de las falsas deidades, adoradas, hoy como
siempre, en el inflado corazón de los soberbios, en la sórdida tristeza de los
envidiosos, en la sed insaciable de los que todo codician, en el humo grotesco
de tantas vanidades, en las míseras arcas, nunca bien repletas, de los que se
sienten ricos solo porque tienen dinero... Evoca la capa del hábito carmelita
aquel manto que en su ascensión al cielo dejaba Elías a su discípulo Eliseo
como signo definitivo de su herencia profética.
Mas, sobre todo, la blanca capa de los carmelitas es
signo de consagración a la
Purísima , que la quintaesencia del carisma de los hijos del
Carmelo es el amor a Nuestra Madre, ella en el centro de la vida como lo estuvo
en la capilla común de aquellos ermitaños de la Regla de San Alberto, en la
cumbre del Carmelo, donde alegóricamente se manifestó, blanca e inmaculada, a
los ojos del siervo del profeta Elías en aquella “nubecilla como la palma de la
mano de un hombre, que sube del mar”, que preludiaba las grandes lluvias tras
la terrible sequía, como la
Virgen preludia nuestra salvación.
Nunca vi Santa Marina tan a rebosar como los días de
aquel triduo en tu honor, Reina y Señora, como jamás contemplé tal multitud en
las naves catedralicias como la que asistió a la solemne eucaristía en que
fuiste coronada. Con cuánta ternura participaron tus niños del colegio en
aquellas celebraciones litúrgicas. A su limpia voz uno ahora la mía en honor
tuyo:
Hermosura del
Carmelo,
fecunda viña
florida,
Madre virginal que
vida
nueva das a
nuestro suelo.
Gloria a ti,
esplendor del cielo
que alumbras
nuestros quereres.
Bienaventurada
eres
cuando la tarde
declina
y, a coro, Santa
Marina
te alaba entre las
mujeres.
Finalizado el triduo, en procesión se acercaba la Virgen del Carmen al
primitivo espacio geográfico de la descalcez carmelitana en nuestra ciudad, por
itinerario casi idéntico al que, en sentido inverso, siguieron sus hermanos
camino de su casa definitiva, en el Carmelo suavemente alzado a extramuros,
junto a la puerta del Colodro. Caminaba Nuestra Señora hacia la histórica
colación catedralicia de Santa María, donde por esas fechas de hace 426 años el
santico de fray Juan fundaba la primera casa del Carmelo teresiano en
Córdoba. Tres años más tarde, sustituyendo en Segovia al vicario general,
concederá licencias y orientará la fundación del palomarcito de Santa
Ana, por donde la Virgen
pasó deprisa aquella noche, como para hacer más deseable la gozosa visita al
regreso, entre júbilo de cohetes y emociones. Y en la esquina de Deanes, a solo
unos metros de San Roque, la íntima evocación de aquel milagro, cuando Nuestra
Madre hizo puntales de su capa blanca para que nada sucediera a san Juan de la Cruz al desplomarse el muro
mientras andaba, como solía, “entre cal y piedras” en la construcción de la que
de momento era su última fundación como vicario provincial de Andalucía.
Y solo para ti, Reina y Decoro del Carmelo, podía brotar
en ese instante mi estrofa enamorada:
A tus plantas
primavera
se remansa en
noche cálida,
se inmola,
erguida, la pálida
flor, se consume
la cera
y holla la
trabajadera
la cerviz hecha
oración
ritmada en
vibrante son,
Virgen del hábito
pardo
que abres tu capa
de nardo
para nuestra salvación.
Porque de la realeza de Cristo deriva la de María,
siguiendo el ritual romano de la Coronación Canónica , antes de hacer lo propio con
la Madre el
obispo coronaba y besaba con unción el santo escapulario del Niño de la Virgen del Carmen, presente
como lo suele estar en brazos de las efigies carmelitanas de la descalcez, sin
duda porque el intenso amor a la sagrada humanidad del Redentor es seña de
identidad de la espiritualidad teresiana, en plena sintonía con la vivencia
teológica de Francisco de Asís. Y fruto de esa adoración a la realidad humana
del Divino Salvador, la inmensa devoción carmelitana a los abuelos Ana y
Joaquín y, especialmente, tras la Virgen Santísima , a san José, abogado y señor
de santa Teresa.
Llevaba ella como dulce compañía en la aspereza de los
caminos las imágenes del Niño Dios que luego quedaron como recuerdo
inapreciable en sus fundaciones. En la escalera de la Encarnación abulense
vive la memoria del encuentro con el Niño de la Santa Madre , y en la
clausura de las descalzas granadinas permanece el recuerdo del éxtasis navideño
de san Juan de la Cruz
con la imagen del Verbo hecho niño que hoy custodia su museo ubetense. Como aún
alienta en el Carmelo de Lisieux el ejemplo magistral de santa Teresita,
navegante por mares de abandono en la frágil barquilla de la que el Niño Jesús
fue único timonel.
Venerable tradición escribe en Córdoba otra de las
páginas memorables de la devoción de los carmelitas al Divino Infante, al
presentar en el desierto de San Juan Bautista de Trassierra al hermano José
viendo al Niño Jesús, luego plasmado en imagen de cera que por las tortuosas
sendas de la historia pasaría del Carmelo descalzo cordobés al de la ciudad de
Praga, de la que con los años sería milagroso Reyecito, blondo Emperadorcito
coronado como ahora lo era en Córdoba, tan deliciosamente barroco, tan
encantador, el Niño del Carmen de San Cayetano, segundos antes del histórico
instante en que se hacían simbólica realidad las palabras del salmo: “De pie a
tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir”.
Y esa reina eras tú, virginal Soberana que en la plenitud
de la tarde del 12 de mayo recibías la máxima distinción que la Iglesia prevé para una
imagen tuya.
Emperatriz
preeminente,
de la montaña
decoro,
llegó el momento en
que el oro
corone tu limpia
frente.
Inestimable
presente,
pues más puro que
el de Ofir
es el que fundió
el sentir
que al pueblo ante
ti concita
en la Catedral , bendita
Reina de nuestro
existir.
Tras ser coronada por la Iglesia , Córdoba aclamaba
en jubilosa procesión a la
Señora que durante siglos de devoción ha respondido pronta y
generosamente a la súplica de los suyos. De ello fue testigo de excepción el
general carmelitano san Simón Stock, que en momentos críticos para la orden
acudía a la Madre
con los versos del Flos Carmeli, que la tradición pone en sus
labios y que el pueblo fiel resume y hace suyos en la emotiva estrofa:
¡Oh
flor del Carmelo!
¡Oh
viña florida!
Proteja
tu nombre
a
los carmelitas.
Y la
respuesta llegaba, a los maitines de aquel bendito 16 de julio de 1251, con el
privilegio del escapulario, pardo como el humus fecundo de la madre tierra del
que María es parte singularísima, la humildad misma hecha mujer para engendrar
en plenitud al Verbo hecho hombre. Por ella, él viene a vivificar con su sangre
esa tierra que el pecado agostó, y que por el escapulario de María renace en
símbolo de primavera salvífica, como plásticamente se representa en el lienzo
de la aparición de la Virgen
a san Simón que ante nosotros muestra el abierto costado del Señor empapando el
escapulario impuesto por la
Madre.
“El que muera con él no padecerá el fuego eterno”,
prometió Nuestra Señora. Y, años más tarde, en 1322, la Bula Sabatina
publicaba, recogida de sus labios desde la Cátedra de Pedro, la más hermosa de las
indulgencias: “Libraré del purgatorio el sábado después de su muerte a los
cofrades de mi orden”. Sublimes privilegios que a tantos cordobeses nos
movieron a pedir un día ser agregados a la Orden del Carmen por la imposición del santo
escapulario.
Mas al contemplarte aquella jornada gloriosa de tu
Coronación, durante las horas que pasaron como un sueño de felicidad plena,
sentí el vivo deseo de renovar aquella imposición primera, y recibir de nuevo
tu santo escapulario, además de como prenda de salvación, como signo de mi
entrega absoluta a ti en el fiel seguimiento, cargado con mi cruz, en pos del
Nazareno. Y fue ese el espíritu con el que aceptaría nuevamente tu escapulario
bendito de la mano entrañable del prior de esta casa, recién iniciada tu
festividad anual. Entonces, ante tu paso volví a recordar con cariño inefable
aquel tiempo de dicha en que desde la Catedral hasta San Cayetano te enseñoreaste de
nuestro corazón, rendido en tu alabanza:
Deslumbrante de
belleza
ante la torre te
posas.
Los pétalos de las
rosas
llueven sobre tu
realeza.
Córdoba, filial,
te reza
dulcemente
enamorada,
y hasta la alta
madrugada
sus calles son tu
santuario,
Dama del
Escapulario,
Flor del Carmen
Coronada.
Al cabo de una semana, gracias te dábamos por tanta
bendición ante tu imagen, esplendorosamente expuesta en besamanos cual
corresponde a la que es Reina del cielo y de esta casa, de la que cada año bajo
palio por dos veces sales a vendimiar los fervores de Córdoba, efigiada en
julio como la más conmovedora y tierna de las niñas, y en primavera como la
doliente Señora que en soledad camina, plena de hermosura, tras Jesús Caído.
Aquella tarde, tras besarte te miré a los ojos, y
súbitamente se me renovó el escalofrío de una noche lejana en la explanada del Carmen
de San Fernando, cuando el pueblo isleño despedía conmovido, un año más, a su
Patrona a los acordes de la Salve
marinera: “¡Salve, Estrella de los Mares...!”. Estrella del Mar te llama,
implorante, el Flos Carmeli, y así quiero invocarte al concluir en
amorosa salutación:
¡Salve, Estrella
del Mar!
¡Salve, fragante
azucena
de inmaculada
hermosura!
A tu vista se
serena
la tempestad del
vivir,
rosa del Sarón que
penas
conviertes en
alegrías,
palma de oasis,
lumbrera
que en el oscuro
faenar
das norte a los
que navegan.
¡Salve, Estrella
del Mar!
¡Salve, torre
marfileña,
preciado cedro del
Líbano!
En el nácar de tu
diestra
el poderío y la
gracia
delicadamente
ostentas:
como Soberana, el
cetro,
y tu escapulario
en prenda
de que nunca has
de faltar
al que con fe se
te entrega.
¡Salve, Estrella
del Mar!
¡Salve, ascendente
marea
de los puertos
celestiales!
Al sonar de la
postrera
hora asístenos, y
al fin
en su gloria
manifiesta
al que acunaste en
el seno,
cumpliéndose tu
promesa
de reunirnos en el
lar
de las delicias
eternas.
¡Salve, Estrella
del Mar!
Salve, porque en nuestro corazón, como en el estandarte
de gala de tu archicofradía, inscrito está el lema que compendia tu maternal
asistencia: “En la vida protejo, en la muerte ayudo y después de la muerte salvo”.
Así lo creemos, así lo vivimos y así lo proclamamos, Señora y Madre nuestra.
Amén.
Córdoba, 24 de noviembre de
2012
Fermín Pérez Martínez
Hermano de Jesús Nazareno
y Siervo de María